¿Por qué a muchos niños se les ocurre jugar con la temática de la muerte?
Es importante que un niño pueda jugar a esconderse, ya que “no hay infancia sin secretos”. Cuando no se puede jugar con la muerte, ella “se personifica en la inhibición, el bloqueo corporal, la inestabilidad psicomotriz”
Mario, de cuatro años, juega: “¿Dale que nos morimos? Jugamos a luchar, nos matamos y seguimos peleando”. Juan Manuel, también de cuatro años, juega durante mucho tiempo, con un barco, a matar piratas, tiburones y dinosaurios que lo amenazan en el medio del mar. Alejandro, de cinco años, juega: “Somos este poder: Tú me matás y yo te mato. Tenemos cinco vidas, así que podemos seguir viviendo”. Clara, de seis años, propone: “Nos hacemos los dormidos como si estuviéramos muertos y cuando viene mi mamá la asustamos”. Nos llama la atención la repetición de una escena que, en diferentes momentos de la infancia, realizan los niños: jugar a la muerte; hacerse la cuenta que uno está muerto, matar a otro, hacerse el dormido como si estuviera muerto, jugar con muñecos a una lucha mortal o, simplemente, jugar a matar y ser matado por otro, lo que siempre implica, para seguir jugando, revivir. ¿Por qué a muchos niños se les ocurre jugar con la temática de la muerte? Y, también, ¿qué ocurre cuando el dramatismo de la escena hace que el niño ya no pueda seguir jugando o que ni siquiera intente hacerlo?
Cuando un niño juega a la muerte, hay un enigma en juego: “yo me muero”, “me mataste”, “estoy muerto”, “ahora te mato”; en estas escenas se juega siempre a ser otro. La muerte es lo otro que no se sabe ni se entiende, lo informe e irrepresentable. El niño, inteligentemente, juega a no ser él para “estar muerto” y así intentar saber algo de ella. Morir jugando, “de mentira”, lo introduce en el límite de su propio-impropio cuerpo, en la diferencia entre lo que siente y lo que actúa. El niño ejerce la libertad de morir de mentira para encontrar en ese juego alguna versión verdadera de lo imposible.
Jugar a la muerte
Jugar a la muerte es proyectarla hacia afuera, simbolizarla como acto singular donde lo imposible se posibilita como ficción y representación. Al hacerlo, el niño experimenta lo que podríamos denominar una doble muerte: la muerte de la vida –hace la cuenta de que muere– y la muerte de la muerte –hace la cuenta que revive–. En estos juegos el niño transita en una dialéctica en suspenso: suspendido entre la vida y lo mortal. Entre el movimiento y lo inmóvil, los niños juegan en el intersticio. Jugar a la muerte es romper la certeza que ella conlleva e introducir la duda en su fecunda veracidad. Es pensarla, perder el miedo y resignificarla con imágenes, fantasías que procuran representarla en la ficción.
También, el hecho de jugar a experimentar la muerte establece una pausa, un silencio para vivenciarla y, al revivir, huir de ella y disimular el horror, el peligro inasible de ese acontecimiento. En el horizonte humano, ser sensible a lo mortal no es algo que esté dado: hay que conquistarlo; imaginariamente, anudarlo a lo real para soportarlo y simbolizarlo.
Cuando un niño no puede jugar a su propia muerte, porque no puede hacerse la cuenta de que está muerto o porque se inhibe e inmoviliza por el espanto, no sólo no puede pensar en ella sino que está impedido de tomar distancia y separarse de lo mortal: al no representar la muerte, ella se personifica en la inhibición, el bloqueo corporal, la inestabilidad psicomotriz o la organicidad.
Hacerse la cuenta de estar muerto implica jugar la propia ausencia: jugar a no estar, a saber qué pasa cuando él no está presente. De esta manera, la muerte se torna posible simbólicamente, lo cual abre una brecha a la vida. El niño no planifica jugar a estar muerto; es un juego que se va dando en la intimidad azarosa del “como si”, del “hacerse la cuenta de que”, donde la muerte, inefable, pierde el espanto del anonimato para significarse en la experiencia infantil originaria. De este modo, valientemente, enfrenta lo que –no por lo que ello signifique, sino por no poder ponerle un límite– le resulta terrible. Al jugarla, la muerte se metamorfosea en un personaje que el pequeño juega despreocupado, desapareciendo de sí y del otro.
No olvidemos que jugar a esconderse es desaparecer por algunos instantes, mientras lo permita la escena. Cuando un niño está muy angustiado o triste –sin siquiera hablar o dibujar–, le cuesta jugar a desaparecer; sigue estando donde está sin poder ocultarse, esconderse de esa verdad encarnada que le impide representar.
Clotilde Sarrió – Terapia Gestalt Valencia
Vía: página 12
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