Desde mi hamaca
Tumbada en mi hamaca, a la orilla del mar, aparentemente ajena a lo que sucede en el micromundo que pulula a mi alrededor y escuchando mi música favorita a través de unos auriculares, le hago un cómplice guiño al sol para protegerme de sus traicioneros rayos mientras disfruto de esa armónica danza que componen las olas.
Por mas que lo intento, mi instinto curioso y cotilla me hace del todo imposible cerrar los ojos y dejar de prestarle atención a esa fauna humana que intenta desprenderse del rutinario tedio que ha acumulado durante los once meses que median entre las depresiones post-vacacionales de dos veranos consecutivos.
Antropología de la fauna veraniega habitual
Desfilan ante mi familias completas, parejas jóvenes y no tan jóvenes, adolescentes que juegan a ser maduros, niños impertinentes que no dejan de joder con la pelota (ay mi querido Serrat), padres tripudos que se afanan en construir castillos de arena sin permitir que sus hijos interfieran en su empeño, bebés a punto de dejar de serlo que, desnudos algunos, dan sus primeros pasos vigilados por sus inexpertos padres o unos abuelos que aun no asimilan su nueva condición generacional.
Si estoy lo suficientemente atenta (porque suelen caminar muy rápido) llego a contemplar unos curiosos especímenes ya estandarizados e implantados en la fauna playera habitual. Se trata de una suerte de aspirantes a culturistas, por lo general tatuados, que con una ostentosa musculatura esculpida en gimnasios de barrio andan girando la cabeza a un lado y a otro para comprobar si se les admira como creen merecer.
La delimitación del territorio
Como cada día de cada verano, se despliega ante mis ojos todo un abanico antropológicamente digno de estudio en el que pugnan por manifestarse los mas primitivos instintos que afloran sin dificultad y hasta se confrontan en el reducido espacio que la masificación le confiere a cada espécimen en su lucha por delimitar su propio territorio: ese preciado trozo de arena donde extender la toalla y plantar una vistosa sombrilla. Es todo un rito, y un reto, por el que muchos sacrifican horas de sueño para estar en la playa a las 8 (incluso a las 7 de la mañana) y colonizar una ansiada primera línea visual que tal vez no disfruten en un apartamento de una o dos habitaciones que imagino atiborrado por los miembros de un par de familias asomadas a un minúsculo balcón con hermosas vistas al apartamento de enfrente, un reducto seguramente similar y tan deprimente como el suyo propio .
Amargados, cabizbajos y encorvados
Llama poderosamente mi atención el circunspectos, severo y hasta avinagrado rostro de muchos de quienes pasan ante mi con una singular y encorvada postura, como si arrastraran un gran peso cargado a sus espaldas. Y es muy posible que así sea, al menos en el metafórico sentido del peso que les debe suponer arrastrar sus propios problemas. Lo llamativo es que esto le suceda a quienes, teóricamente, están disfrutando de unas anheladas vacaciones.
Es entonces cuando me planteo por qué será que los rostros de éstas personas no manifiestan el contento que cabría esperar. ¿Será por la crisis?, me pregunto casi por rutina mientras enciendo un cigarrillo.
El negro que vende ropa en la playa
Reflexionaba esta mañana intentando responderme a mi misma cuando me ha llamado la atención alguien que andaba aproximándose hacia donde yo estaba. Era un negro que iba cargado con un monumental saco repleto de ropa lista para ser vendida. Por llevar, el negro llevaba también (y no se como conseguía cargar con ellas) un par de docenas de perchas con mucha mas ropa en cada una de ellas. Todo un cargamento que debería pesar un montón, y sin embargo el negro no parecía que anduviera sino mas bien que levitara feliz y liviano mientras sorteaba con gracia a la gente que estaba tumbada o sentada.
Como atraídos por el imán de los suyos, mis ojos han mirado a los ojos del africano y he podido comprobar como su mirada era brillante, limpia, alegre, ilusionada. También ha llamado mi atención que su andar fuera erguido.
Al cabo de unos minutos ha vuelto a pasar otro negro. Éste no vendía ropa sino gafas de sol y unos curiosos sombreros de los que llevaba varios de ellos puestos en la cabeza: uno encima de otro. Al darse cuenta de que lo estaba mirando, el negro me ha sonreído, transmitía una alegre franqueza y ha pasado de largo mientras silbaba. Andaba también erguido y parecía feliz.
¿Será casualidad?,me he preguntado.
El niño y el mar
En la orilla, justo enfrente de donde yo estaba, un niño muy pequeño daba sus primeros pasos de la mano de su madre y ha acaparado toda mi atención. He visto como se acercaba poco a poco a la orilla, miraba el agua, y luego se giraba buscando la aprobación en los ojos de su madre. El niño ha vuelto a mirar el agua y de pronto se ha quedado quieto. Se ha agachado poco a poco, con una mano se ha apoyado en la arena y con la otra ha tocado el agua retirándola enseguida. Daba la impresión de que nunca antes hubiera estado tan cerca del mar. Su madre le miraba atenta y satisfecha.
Acto seguido, el niño ha vuelto a intentarlo. Al parecer, en su segunda experiencia, ha encontrado mas placer que en la primera, tanto que esta vez se ha atrevido a avanzar un poco mas e incluso a sentarse en el agua levantándose enseguida aunque, eso sí, con mas sorpresa que temor.
A partir de ese momento el niño no ha cesado de experimentar y su expresión era de completa felicidad porque nada le impedía disfrutar de la experiencia del aprendizaje que estaba viviendo.
De pronto, y sin que yo supiera el por qué, el rostro del niño y el rostro del negro que iba cargado con el saco de ropa y las perchas se han fundido en mi mente como si de un mismo rostro se tratara.
El niño y el negro
¿Qué tendrán en común el rostro del negro y el rostro del niño?, me he preguntado intrigada.
Hoy sin duda ha sido un día de muchas preguntas.
Me ha hecho falta un segundo cigarrillo (cada vez tengo mas claro que debo dejar de fumar) para caer en la cuenta de que los niños, a esa edad tan temprana, aun no tienen consciencia del tiempo siendo que solo se dan cuenta de aquello que viven en cada momento de su presente.
Sienten hambre y comen.
Sienten sed y beben.
Satisfacen sus necesidades fisiológicas básicas porque imaginan, y dan por supuesto, que sus necesidades afectivas están ya cubiertas, tanto que no llegan a identificarlas como tales. Sólo en el supuesto de que el afecto no estuviera satisfecho, la carencia del mismo les pasaría factura aunque, probablemente, es algo que ocurriría cuando hubiera transcurrido mucho tiempo, tal vez ya en su edad adulta.
El negro y el niño
En el caso de los negros que venden ropa en la playa, ocurre algo parecido y al tiempo bien distinto, pues ellos si que tienen consciencia del tiempo, de su tiempo. Son conscientes de un pasado que voluntariamente dejaron atrás. Un pasado que constituye sus orígenes y en donde está su tierra, su familia, sus amigos. Un pasado que, en cierto modo, dejó de ser real cuando decidieron no incorporarlo a su presente.
Lo que los negros de la playa tienen ante si, lo único que les es real (igual que ocurre con los niños) es su presente, un presente que ellos desean, o al menos lo desean en ese preciso momento. Un presente que les hace sonreír, andar erguidos y mirar al frente con su mirada limpia de negro que vende ropa, que vende gafas de sol y que lleva varios sombreros en la cabeza. Uno encima de otro. Mientras sonríe y mientras silba, porque se siente feliz al menos mientras “juega” a ser libre paseando entre la gente con su saco de ropa.
Y esto le ocurre porque el negro ha decidido vivir su día a día en un presente que sabe disfrutar porque lo considera suyo. Porque lo ha escogido y porque no quiere pensar en el mañana, al menos tanto como para que ese mañana le angustie como antaño le angustió su pasado.
Porque, como el niño, el negro de la playa se limita a satisfacer sus necesidades básicas aunque, a diferencia de aquél, sea consciente de que hay por delante un mañana que, tarde o temprano, se manifestará y tendrá que afrontar.
Es por eso que el negro de la playa se prepara cada día y aprende nuevas lecciones para saber como afrontar su mañana. Para que su mañana no sea como su ayer, al menos como aquél ayer que le hizo sufrir, aquél ayer del que un día huyó.
Clotilde Sarrió – Terapia Gestalt Valencia
Este artículo está escrito por Clotilde Sarrió Arnandis y se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España
Responder